miércoles, 9 de febrero de 2011

A estadio lleno



El crecer en uno de los últimos  barrios clasemedieros de Barranco es una experiencia que tal vez mis hijos, si los tengo algún día, nunca podrán disfrutar. La obscena cantidad de edificios construidos en los últimos diez años  los ha puesto en peligro de extinción y la sola idea de encontrar un grupo de chiquillos de hogares "decentes" pasando el rato en la calle es tan blasfema como ofrecerle un condón a Benedicto. 


 Esta entrada está dedicada a uno de los placeres barriales que los próximos niños que crezcan en las calles aledañas a la esquina de Centenario y Tacna tal vez nunca conozcan: las pichangas de barrio.

La primera vez que me senté en las gradas de las monjas para ver un partido en el barrio tenía como doce años y los mayores me llevaban  una o más cabezas de estatura, sumado a mi pésima habilidad con el balón, me obligaban a solo ser espectador de pícaras jugadas, palabrotas y arteras patadas que los jugadores repartían a diestra y siniestra.

Algunas veces el honor de cuidar el dinero de la apuesta caía sobre mis hombros y me hacía sentir una tierna sensación de pertenencia. Lo curioso es que la suma de entrada nunca fue mayor a un sol por cabeza y el equipo ganador destinaba el premio a las gaseosas post pichanga. 

La escasez de jugadores siempre fue constate y los equipos reclutaban a cualquier entusiasta que quisiera pelotear un rato. Fue así como los más chiquillos empezamos a compartir la pista con los mayores. Poco a poco se convirtió en un hábito de fin de semana, hábito en el que innumerables goles se anotaban en porterías marcadas por un par de piedras. 

La alegría de gritar un gol en la esquina es como celebrar un tanto  a estadio lleno. Es la ilusión de jugar a ser un crack por algunos segundos  y  recibir esa intensa satisfacción que premia el esfuerzo impreso en cada una de las jugadas.

Ahora esa esquina luce vacía gran parte del tiempo, sólo se transforma en un campo de juego cuando un puñado de jóvenes  decide recordar viejos buenos tiempos y echar a rodar esa pelota, en su travieso vaivén, es una preciosa metáfora de la vida misma. 

Los dejo con una canción de la banda chilena Los Miserables, "El crack". Que dispare primero el que nunca sintió el sonido del pavimento bajo sus suelas.