Para mamá la respuesta era clara, fulminante, salió
torpe como el inútil de su tío. Sin embargo, estaba por
completo seguro de que su única culpa era haber visto la luz un veintinueve de
febrero, al menos eso dijo siempre la mamama. Los achaques y estragos de la
edad hicieron de ella superstición personificada. Sus días transcurrían plagados
de timoratas expresiones de tradición popular y chamanería. Entre algunas
de las clásicas, nunca entregó un cuchillo de mano en mano
por miedo a pelear con esa persona y esperaba visitas cuando
entraba por la ventana un bicharraco
verdoso que ella llamaba "chasquerito". Una suerte de libélula mal
nutrida, raquítica, que alimentaba añejas creencias.
Los sesenta y tantos que los separaban jamás fueron
impedimento para forjar el férreo vínculo con la abuela. Cuando el reloj
marcaba las cinco de la tarde, lo esperaba con el postre servido y su
platinada cabellera parecía iluminar la habitación palabra tras
palabra. Él escuchaba atento las historias dignas de enciclopedia que
mamama recordaba para la ocasión. El cuento del caballo, como solía llamarlo,
fue su preferido hasta el último tazón de arroz con leche compartido
con la dulce y menuda ancianita. Escuchaba boquiabierto la hazaña
del héroe que cabalgó hacia la eternidad armado solo con su coraje y el
pabellón nacional, el que saltó del morro. Años después, supo que fue maestra
escolar en una hacienda, sus cuentos eran para añorar sus años salvajes, tiempos de galope. Ella se fue, como todo lo bueno que alguna vez le trajo la suerte esquiva. Las noches, siempre propicias para recordar, llevaban a su mente una y otra vez esas imágenes.
El recuerdo de la abuela lo hizo espabilar, esa mañana tomó la
poca plata que le quedaba y caminó hacia el paradero. Luego de subir al 83 y
colgarse a duras penas del pasamanos, distinguió una de las tonaditas del gordo
centella. “Ahora que estoy enfermo
abandonado y sin dinero”. Amagó una sonrisa, al menos
estaba mejor que eso.
El trayecto fue largo y el destino que indicaba el anuncio de periódico no fue fácil de ubicar, bajó del bus y tras preguntar unas tres o cuatro veces
logró dar con la dirección. Se mantuvo frente al portón de madera con la esperanza de por fin encontrar eso que tanto hace falta a veces para llevar pan a la mesa, trabajo. Los golpes en la puerta parecían no hacer efecto hasta que
se abrió una rendija. De pronto, escuchó una voz aguardentosa decir: “qué
chucha pasa flaco, ¿a quién buscas?” Apenas y pudo distinguir los bigotes del sujeto
que parecía haber dejado olvidada la amabilidad en alguna cantina.
“Vengo por el aviso del periódico”,
balbuceó. Entonces el portero dijo: “ya, ya, pasa pasa chibolo. La oficina de
Don Pocho está al fondo.”
Se dirigió hacia la entrada del local por el camino de gravilla, el sol empezaba a quemar y su nerviosismo volcó en transpiración. Al cruzar la puerta, se vio en medio un bar, más o menos un centímetro de aserrín cubría el piso entre esas cuatro paredes que le recordaron el olor a tabaco y noche que papá dejaba en el sofá de la casa cada vez que volvía de los caballos.
Luego de una breve plática, el rechoncho patrón, procedió a mostrarle el local. "Mira flaco, el bar donde chambearías es puro trámite, el verdadero negocio está acá". Don Pocho, corrió una amplia cortina y perro vio frente a sus ojos algo que no se borraría nunca de su memoria. "¿Qué dices, quieres la chamba?"
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